Genero: Ciencia Ficción Distópica.
Fecha: 2014
Nota: Puede que haya algunos fallos o erratas. Tened en cuenta que estoy subiendo algunas cosas que tenía escritas y aparcadas en mi cajón. La idea de esta novela es bastante buena en mi opinión. Todos los martes subiré un capitulo de esto hasta que lo haya subido todo. Si os gusta, podría continuarlo.
“Temo el día
en que la tecnología sobrepase nuestra humanidad. El mundo solo tendrá una
generación de idiotas.”
Albert Einstein.
1
Robert se despertó a las 07.30. El
ordenador se prendió, automáticamente, a las 07.27. Le desveló cuando la voz
artificial de una mujer le daba los buenos días. La pantalla azulada del
sistema le hirieron las pupilas azuladas. Le estallaba la cabeza. Recordó que
se había quedado sin el suministro de cerveza ayer y eso que era principio de
mes. Hasta el mes que viene no iba a tener más, a no ser, que lo encargara por
correo de manera extraoficial, aunque debería esperar una semana para que se
pudiera pasar sin que el Sistema de limpieza de correo lo detectara.
-Reproducir: Tempestad-Beethoven-
dijo en un tono neutro mientras observaba en el techo de su habitación blanco y
vacío. Le gustaba la música clásica porque no había que pagarla.
Bajo luz fluorescente de su
apartamento se acercó al dispensador A y se sacó su café y su pieza alimentaria
del B. Hoy le habían enviado una palmera de coco. Se la comió mientras veía las
noticias en el canal. No había nada nuevo salvo que el Servidor Norte estuvo de
mantenimiento a las 23.00 por un ataque ciberterrorista de la banda de
Perezagua. Debido a ese incidente, Robert perdió la noción del tiempo y se
quedó hasta la madrugada instalando en su Sistema Mental una actualización
enviada por la APA(American psychological association). Cuando tenía que hacer
estas cosas, en su interior, se despertaba una fuerte sequedad en su boca y
este hecho, la noche anterior le hizo beber unas latas de cerveza.
Siempre son ellos, pensó, deben estar
en todos lados.
Las noticias se podían ver en directo
mientras lo subían en la red. Todas las imágenes eran interiores. La noticia de
la caída del servidor fue cubierta con una fotografía de una inmensa maquina
electrónica que el mismo Robert desconocía cómo funcionaba.
Volvió a depositar la taza del café y
el plato donde estuvo la palmera, en el tubo de envíos de material sucio que se
encontraba entre el dispensador A y B. Ejecutó el Skype y se puso a trabajar.
Su anunciante online, un hombre moreno y con ojos oscuros, había logrado en el
Havok unos cuantos clientes para su consulta. Los nuevos clientes eran todos de
países que ni si quieran formaban parte de la Unión Europea. Sobre todo, eran
asiáticos, chinos normalmente, que tenían algunos síntomas de los más
desagradables para el que lo padece de ansiedad y estrés. Vivían encerrados en
enormes factorías y dormían en habitaciones de menos de veinte metros y la
falta de tener un lugar que podrían
denominar como “suyo” les hacía recaer en grandes depresiones o sufrir grandes
ataques de ansiedad (Renteria et al. 2056).
Robert, les citó en el programa
cada uno a una hora de la mañana distinta. Los trató de una
manera automática y objetiva, tal y como su software cerebral le dictaba. Más
tarde, después de estudiar los síntomas, detectaba que proceso mental estaba
mal y les enviaba un driver para que instalaran y solucionarlo. Cobraba 1.200
euros por hora. Se sacó en una mañana unos 4800 euros. Eso le servía para
comprarse el pack de cervezas para todo el mes, y aparte con lo que tenía ahorrado, poder
comprarse el sistema de conexión que ya le exigía, poco a poco, el Gobierno.
Con ese nuevo sistema, al fin, podría meterse en el Havok. Hacía meses que no
podía meterse en aquella plataforma a cuenta del nuevo parche que habían metido
en la infraestructura (después de ganar los conservadores las actualizaciones
de hardware eran, cada vez, más rápidas, hasta el punto de que solo los que tenían
el sistema de ARV (Acceso a Realidad Virtual) más nuevo podían meterse en a las
infraestructuras más renovadas del macro-servidor).
Se metió en varias páginas para
comprar la cerveza y el sistema ARV. Tardó más de tres horas, en busca del
precio más barato. A la tarde, hizo un informe de su actividad a la APA. Luego navegó por las redes sociales un poco y
observó que Tomas, un amigo suyo de deportes de shooter, le había invitado a su
boda con Joana, una chica que había conocido en ajedrez. En la carta online, la imagen de los dos enamorados se encontraba
separada. Eran las fotos reales y no la de sus avatares informáticos y debido a
eso no podía salir los dos juntos. Joana, vivía en Israel y Tomas, en Argentina,
pero iban a vivir juntos en Rusia, porque los pisos eran bastantes más baratos
allí. La invitación de la boda le marcaba un número IP que debería meter en su interfaz ARV. Esto le conduciría a una sala donde todos los invitados y los novios presenciarían la boda.
Robert se acordó entonces de sus
padres en ese momento. Sus padres le escribían emails cada semana, ya que él
nunca cogía les cogía el Skype y el Havok se le quedaba muy lejos de su
entendimiento. Se acordó precisamente,
en lo tediosos que estaban sus padres desde hace ya tantos años que él mismo
había perdido la noción del tiempo que había pasado desde aquella primera vez
que su madre le insinuó que debería casarse.
Tampoco le interesaba mucho casarse, el placer sexual que tenía en el sistema Havok no le parecía una cosa del
otro mundo. Prefería hacerse una paja
viendo un video porno, porque, a fin de cuentas, era algo mucho más económico y
rápido. Sin embargo, todos los días no
paraba de tener la sensación de que algo estaba haciendo mal. Una voz, digamos
que era una voz, le decía todos los días y todas las noches: “Debes casarte”,
“Debes enamorarte”, “Debes tener hijos” “Debes amar a alguien”. Algo dentro de
él, le decía que debería meterse a todas esas páginas de amor que le enlazaba
sus padres por el mail y por los
mensajes instantáneos de los chats.
Envió el informe a la APA y
mientras esperaba la subida a la red se lió un cigarro y salió de su habitación
y se fue a su cocina llena de dispensadores. Era el único lugar que se permitía
fumar, en la zona del ordenador, la nicotina acabaría estropeando la placa base
llenándola de un polvo pegajoso. Mandó
levantar la persiana que había entre las dos cristaleras de la ventana. Robert se quedó mirando al cielo y a ese
paisaje terrenal que había enfrente de él. Miles y miles de grises edificios
más altos que las secuoyas le miraban por las ventanas, en las que se notaba
vaciedad. Todas las persianas de sus
vecinos permanecían cerradas. Todos
temían a subir las persianas a las
17.00, presas del miedo de encontrarse con un agujero de ozono que podría, dejarles ciego o, incluso, provocarles un
cáncer en la piel. Sin embargo, Robert,
era tan despistado, en ocasiones, que se había olvidado de los consejos de
seguridad contra los rayos uva en ese momento.
El cielo, estaba gris. Pero no esa
clase de gris típico del Norte de España, perla, el cual anuncia un chaparrón
inminente. Se trataba de un gris más bien negruzco. Creado por unas nubes que
sobrevolaban cerca de la ventana de Robert y se movían muy rápido:
-Qué bonito paisaje- comentó, sin
ningún ápice de sarcasmo.
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